Gritó y gritó y gritó.
Hasta no poder más. Hasta desgañitarse. Como nunca jamás en su vida había gritado.
Gritó más que Nadie. Más que el trueno y el rayo, más que una madre desesperada de amor.
Hasta hacerle temblar a la tierra, hasta romper los cielos. Hasta que la garganta se le hizo sangre. Hasta que los mares se salieron de las orillas. Hasta explotar todos los tímpanos del mundo.
Pero Nadie le oyó.
Porque todos gritaban a la vez desesperados y ninguno
se oía.
Excepto los que dormían agazapados entre papeles en cajas
blindadas de los paraísos fiscales de Suiza de Andorra, del fin del los mundos, que tan canallas eran.
Sólo les quedó la opción de dormir.
Toda la producción se había paralizado y no les quedó otra
esperanza ni otra compañía que la muerte.
Imagen: El Grito, de Munch